Ulises
se pone de pie, frótase los ojos repetidas veces para comprobar que no están
enturbiados por el salitre y, en lontananza, más allá de los olivos, extraños
postes con horizontales e inexplicables cuerdas aéreas se ofrecen a su mirada.
Su corazón se entristece. Creía haber retornado a su añorada Ítaca y he aquí
que el rey de los feacios le ha engañado y sus remeros le abandonan en
territorio extraño. Sus lamentos son lúgubremente reproducidos por las
encrespadas olas, mientras el sobreviviente de inauditas hazañas torna a
recoger sus ricos presentes de la espléndida colcha donde, mientras dormía, le
han dejado los remeros. ¡Cómo! –exclama-. ¿Es posible un sueño tan profundo que
no haya sentido cuando los hábiles navegantes me depositaron en tierra?
Luego de abrir con la segur de bronce donada por Alcinoo una profunda cavidad
bajo el más vigoroso de los olivos, resguarda allí sus valiosos tesoros,
cubriéndoles con arena y arcilla. Guiado por recóndita esperanza, dirige sus
pasos hacia la ruta trazada por su memoria. Pero en lugar del boscoso
trayecto que permanecía en sus sueños, observa todo despejado y
recubierto de un material duro y extraño a sus pisadas. El entorno, sin
embargo, guarda algo suyo, de su vida familiar, de sus recuerdos.
Avanza por una estrecha senda, siempre cubierta con el gris y endurecido
material, buscando el camino del viejo establo, donde quizás le espere su fiel
Eumeo. ¡Sí! ¡Es su Itaca! ¡Es su viejo establo! Le ha reconocido por una
inmensa roca colocada por Eumeo para impedir la entrada a forasteros.
Su respiración se turba. Cobra ánimo para el encuentro. Tras la roca hay una
extraña puerta, una reja metálica con rarísimos adminículos y señales. Con la
segur golpea uno de aquellos adminículos. Alguien viene a su encuentro.
¡Oh! ¡No es Eumeo!
Un rubio alto, de azules ojos, le increpa con duras palabras y gestos
amenazantes. Nada entiende Ulises.
Una dama entrada en años, con delantal y con pañoleta griega sosteniendo
sus cabellos, sorprendida ante la vestimenta del visitante, al parecer extraída
de un museo de antigüedades, le traduce con dificultad las palabras del
hombre rubio:
-Le pregunta que quién es usted, hacia dónde se dirige, por qué trata de
violentar la puerta de una propiedad ajena.
-¿Cómo? -pregunta el viajero. ¿Es acaso este hombre uno de los
pretendientes de Penélope? He vencido mil batallas. No me dejaré
arrebatar mis bienes.
-No conocemos aquí a ninguna Penélope –dice la dama-, mientras el hombre rubio
continúa vociferando amenazante. El señor es el guardián de Itaca, recién
comprada por la señora Angela Merkel.
Anonadado, el viajero sigue sin entender. Cree estar soñando. Retrocede algunos
pasos y contempla de nuevo el entorno. Dirigiéndose a la dama, pregunta:
-¿Quién es Merkel? ¿De cuál venta me habla?
-¿No está enterado? La señora Merkel es la canciller alemana, opuesta a una
moratoria de la deuda griega, quien compró esta isla en un remate.
-¡Imposible! La rescataré. No le asiste derecho alguno a adquirir mis
lares durante mi ausencia.
-La culpable no es la señora Merkel, sino la Troika, afirma la dama,
amedrentada por el rostro amenazante del guardián.
-¿Troika? ¿Cuál troika?
-¿Pero usted, de cuál planeta desciende? ¿Ignora que no sólo Ítaca sino toda
Grecia está siendo subastada por sus tres grandes acreedores: la Unión Europea,
el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional?
-El invencible viajero se desploma. Pero respira aún. Átropos todavía no ha
dispuesto cortar su hilo vital. Un joven de crecidos cabellos, quien
había permanecido en silencio, observando todo tras el guardián, le ayuda,
solícito, a levantarse, y en la lengua nativa de Ulises, le susurra:
-No se preocupe, amigo. Esto se recuperará. Las grandes potencias no se
repartirán el mundo. Lo que está ocurriendo ya lo previó un tal Lenin. Leí algo
en un librito sustraído del cajón de mi abuelo, con un enrevesado título: El
imperialismo, fase superior del capitalismo. Respire, tome ánimo; ya se
lo prestaré.
Tanto el joven como el propio viajero ignoraban que en aquel instante se estaba
cumpliendo la predicción de Poseidón, el terrible dios de los océanos, quien en
venganza por haber cegado Ulises a su hijo Polifemo, le condenó a permanecer
dormido durante siglos, sin envejecer, oculto entre los vetustos
olivos donde siguen enterrados sus tesoros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario