martes, 2 de octubre de 2012

Ficción



      Ulises se pone de pie, frótase los ojos repetidas veces para comprobar que no están enturbiados por el salitre y, en lontananza, más allá de los olivos, extraños postes con horizontales e inexplicables cuerdas aéreas se ofrecen a su mirada. Su corazón se entristece. Creía haber retornado a su añorada Ítaca y he aquí que el rey de los feacios le ha engañado y sus remeros le abandonan en territorio extraño. Sus lamentos son lúgubremente reproducidos por las encrespadas olas, mientras el sobreviviente de inauditas hazañas torna a recoger sus ricos presentes de la espléndida colcha donde, mientras dormía, le han dejado los remeros. ¡Cómo! –exclama-. ¿Es posible un sueño tan profundo que no haya  sentido cuando los hábiles navegantes me depositaron en tierra?

   Luego de abrir con la segur de bronce donada por Alcinoo una profunda cavidad bajo el más vigoroso de los olivos, resguarda allí sus valiosos tesoros, cubriéndoles con arena y arcilla. Guiado por recóndita esperanza, dirige sus pasos hacia la ruta trazada por su memoria. Pero en lugar del boscoso  trayecto que permanecía en sus sueños, observa  todo despejado y recubierto de un material duro y extraño a sus pisadas. El entorno, sin embargo,  guarda algo suyo, de su vida familiar, de sus recuerdos.
   Avanza por una estrecha senda, siempre cubierta con el gris y endurecido material, buscando el camino del viejo establo, donde quizás le espere su fiel Eumeo. ¡Sí! ¡Es su Itaca! ¡Es su viejo establo! Le ha reconocido por una inmensa roca colocada por Eumeo para impedir la entrada a forasteros.
   Su respiración se turba. Cobra ánimo para el encuentro. Tras la roca hay una extraña puerta, una reja metálica con rarísimos adminículos y señales. Con la segur golpea uno de aquellos adminículos. Alguien viene a su encuentro. ¡Oh!  ¡No es Eumeo!
    Un rubio alto, de azules ojos,  le increpa con duras palabras y gestos amenazantes. Nada entiende Ulises.
   Una dama entrada en años, con delantal  y con pañoleta griega sosteniendo sus cabellos, sorprendida ante la vestimenta del visitante, al parecer extraída de un museo de antigüedades,  le traduce con dificultad las palabras del hombre rubio:
   -Le pregunta que quién es usted, hacia dónde se dirige, por qué trata de violentar la puerta de una propiedad ajena.
   -¿Cómo?  -pregunta el viajero. ¿Es acaso este hombre uno de los pretendientes de Penélope?  He vencido mil batallas. No me dejaré arrebatar mis bienes.
   -No conocemos aquí a ninguna Penélope –dice la dama-, mientras el hombre rubio continúa vociferando amenazante. El señor es el guardián de  Itaca, recién comprada por la señora  Angela Merkel.
     Anonadado, el viajero sigue sin entender. Cree estar soñando. Retrocede algunos pasos y contempla de nuevo el entorno. Dirigiéndose a la dama, pregunta:
   -¿Quién es Merkel?  ¿De cuál venta me habla?
    -¿No está enterado? La señora Merkel es la canciller alemana, opuesta a una moratoria de la deuda griega, quien compró esta isla en un remate.
   -¡Imposible!  La rescataré. No le asiste derecho alguno a adquirir mis lares durante mi ausencia.
   -La culpable no es la señora Merkel, sino la Troika, afirma la dama, amedrentada por el rostro amenazante del guardián.
   -¿Troika?  ¿Cuál troika?
   -¿Pero usted, de cuál planeta desciende?  ¿Ignora que no sólo Ítaca sino toda Grecia está siendo subastada por sus tres grandes acreedores: la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional?
   -El invencible viajero se desploma. Pero respira aún. Átropos todavía no ha dispuesto cortar su hilo vital.  Un joven de crecidos cabellos, quien había permanecido en silencio, observando todo tras el guardián, le ayuda, solícito, a levantarse, y en la lengua nativa de Ulises,  le susurra:
   -No se preocupe, amigo. Esto se recuperará. Las grandes potencias no se repartirán el mundo. Lo que está ocurriendo ya lo previó un tal Lenin. Leí algo en un librito sustraído del cajón de mi abuelo, con un enrevesado título: El imperialismo, fase superior del capitalismo. Respire, tome ánimo;  ya se lo prestaré.
    Tanto el joven como el propio viajero ignoraban que en aquel instante se estaba cumpliendo la predicción de Poseidón, el terrible dios de los océanos, quien en venganza por haber cegado Ulises a su hijo Polifemo, le condenó a permanecer dormido durante siglos, sin envejecer, oculto entre  los vetustos  olivos donde siguen enterrados sus tesoros.

    

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