viernes, 19 de mayo de 2017

Mateo Manaure

El artista obnubilado
(A ocho años de un encuentro en casa del artista en Caracas, el miércoles 27 de mayo de 2009)

Cuando Mateo Manaure nos tomó por mercaderes de cuadros
Don Quijote, Cristo, Bolívar y Hugo Chávez, cuatro personajes a quienes Mateo Manaure rinde culto

La diáfana mirada del guerrillero le hizo enmudecer. Parecía conducirle por viejos caminos. Le instaba a algo apremiante. El artista prefirió tornar sus ojos hacia un lugar difuso y continuó su monólogo:

“Desde el Cuartel San Carlos me llamaron. Estaban allí los máximos dirigentes. Acudí el día de visita. Gustavo (Machado) quería encomendarme la ilustración de su libro aún inconcluso. Asumí el compromiso sin vacilaciones y puse a disposición una pequeña imprenta que había fundado. Desde entonces la mensajera se encaminaba directamente del Cuartel a mi apartamento con entregas periódicas. Fácil la huella para la policía que no tardó en allanarme, pero el material recibido permanecía oculto en insospechables materos…” 


El brazo sostenía el fusil erguido. Lo demás era un manchón oscuro, enigmático. El artista apenas lo había observado cuando quisimos mostrárselo y evocar aquellos años, pero el torrente de sus palabras cortó toda aclaratoria:
 “Voy a decir algo. Yo trabajo desde los doce años y todavía, en estos momentos, a mis ochenta y dos años, estoy abrumado de trabajo. En los últimos meses he preparado dos exposiciones y debo hacer frente a innumerables compromisos. Yo obtuve el premio nacional de pintura a los veintiún años de edad y recibí la noticia sin sobresaltarme, con toda naturalidad. Cuando me informaron que me esperaba un viaje a París, con gastos cubiertos durante un año, sólo pensé en mi madre, mujer de recia estirpe, a quien debo mi formación y educación. Pero debo decir que rindo culto a cuatro personajes: Don Quijote, Cristo, Bolívar y Hugo Chávez. Porque nadie puede negar que hasta la llegada de Chávez este país era una mierda…”

De la magra figura del artista emergió una voz potente para recalcar los logros del último de los personajes mencionados, voz que continuó in crescendo y se sintió en paralelo cuando quisimos agregar que la corrupción, la burocracia y otros desafueros eclipsaban cualquier logro. Ajeno a toda observación, el artista ahogó con sus palabras nuestra acotación y se refirió a los traidores de ayer y de hoy; a aquéllos que desde la prisión del San Carlos acordaron con los esbirros hacer bajar las guerrillas a cambio de su libertad, mediante la llamada paz democrática, y a los más recientes: un anciano tránsfuga de la política que fungió como ductor del actual Presidente, valiéndose de estratagemas para llenar sus arcas, y un ex vicepresidente de similares condiciones. Su voz se hizo dura, negándose a reconocer cualquier error actual, y sin dejar intersticio posible al diálogo, habló de su incorporación a la resistencia, como artista, en la época represiva; de su labor creadora en la Universidad Central al lado de Carlos Raúl Villanueva y de Alexander Calder; de sus murales tanto en el Alma Mater como en la Escuela Técnica Industrial, luego clausurada por el Presidente Caldera.
Ninguna atención le merecía la transparente mirada del guerrillero casi adolescente; el boceto con el fusil erguido hacia el cielo, ni el motivo de aquel encuentro. Concentrado en describir sus glorias, su batallar artístico, sus viajes, los reconocimientos recibidos, parecía ignorar la presencia de quienes le escuchábamos.
Mientras esperábamos una pequeña pausa del artista, decidimos viajar en el tiempo. Ya no veíamos el rostro de aquel enjuto anciano gesticulando, hablando de sus proezas y sus méritos, sino a un hombre joven, de negro bigote y de andar sereno, quien una mañana del año sesenta y dos, poco tiempo después de la caída de los primeros guerrilleros, entró a la oficina de secretaría de una de las facultades de la Universidad Central –donde trabajábamos- y, luego de saludar, nos entregó con la mayor discreción un pequeño sobre amarillo, diciendo:
“Aquí está tu encargo”
Una sonrisa de entendimiento y un apretón de manos sellaron aquel brevísimo encuentro. Guardamos el sobre sin abrir en la gaveta del escritorio, pasándole llave sigilosamente. La acechante observaba desde el escritorio de enfrente. Sin hacer el menor comentario, continuamos nuestro trabajo mientras bullía en nuestro interior el deseo de acelerar el reloj para observar el contenido del sobre. Aquel viaje retrospectivo fue cortado por su torrente de palabras:
“Mi casa ha sido siempre de apoyo y generosidad. Pero no faltan impostores que pretenden obtener beneficios sin escrúpulos”.

Narró entonces el artista cómo un visitante se había presentado con su mujer enferma, llevándole un supuesto cuadro suyo, obtenido de una entidad bancaria, donde faltaba su firma. Se trataba de una serigrafía que el impostor pretendía hacerle firmar.

Recordamos que esa mañana, al confirmar telefónicamente la cita con el artista, la empleada nos preguntó si se trataba de la señora que deseaba hacer firmar unos cuadros.


El artista prosiguió su letanía:
“Le di una lección haciendo pedazos la serigrafía. Pero conmovido por la enfermedad de la mujer, busqué otra serigrafía similar y la entregué a la dama con mi firma…”

En este punto le interrumpimos con firmeza. Tomamos el diseño ya amarillento por los años, en el cual con letras precisas dentro de un rectángulo se leía: El Charal, y en uno de cuyos extremos un brazo sostenía el fusil.
Lo colocamos sin rodeos frente a los ojos del artista, quien tomándolo en sus manos se vio obligado a escuchar:
-Es este esbozo de logotipo lo que me ha traído aquí, sólo para que aclares un enigma. Quizás podríamos asignarle ahora otra misión ya que entonces los allanamientos y prisiones impidieron la publicación del periódico clandestino sobre las guerrillas que llevaría como título El Charal, sitio donde en una infame emboscada de la policía betancourista fue truncada la vida de Iván Barreto, mi hermano, uno de los primeros guerrilleros, estudiante de la Escuela Técnica Industrial.
El artista contuvo sus palabras. El viejo diseño parecía temblar en sus manos. Un silencio momentáneo reinó en el ambiente. Luego musitó:
“¡Ah, sí! ¡El Charal!” Y ensimismado pareció evocar viejos tiempos. Tornó luego su mirada hacia el diáfano rostro del guerrillero cuya fotografía le habíamos llevado, la cual en un costado de la mesa de recibo, cubierta de adornos y de recuerdos de viajes, le instaba a una respuesta.
“¡Es un rostro adolescente! –prosiguió-. Tenían razón aquellos jóvenes de querer cambiar aquel estado de cosas. Ellos, los estudiantes de la Escuela Técnica, participaron conmigo en la elaboración de los murales… Yo fui quien inicié ese trabajo…”

-Lo que me ha traído aquí –dijimos, cortando su discurso- es aclarar el enigma de ese manchón oscuro que a espaldas del fusil se prolonga como otro brazo hacia el fondo… 


En silencio el artista se alejó, dejando el diseño sobre la mesa. Retornó con una lupa y luego de observar cuidadosamente, dijo:
“Esa mancha es la montaña y su prolongación es un Cristo invertido”.

Pasó la lupa el artista a los presentes –me acompañaban mis dos hijos-, quienes reticentemente observaron el dibujo. Nadie distinguió Cristo alguno. 
 Al despedirnos dejamos al artista la fotografía del guerrillero y una copia del viejo boceto, con un encargo que él jamás cumpliría:
-Ahora el emblema no sería El Charal. Sólo el autor puede hacer modificaciones. Quisiéramos ese fusil erguido, no como la cruz del Gólgota, sino como arma de crítica, reivindicando el ideal de tantos combatientes.

Jamás hubo respuesta del artista.
Caracas, mayo de 2017

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