El artista obnubilado
(A ocho años de un encuentro en casa del artista en Caracas, el miércoles 27 de mayo de 2009)
(A ocho años de un encuentro en casa del artista en Caracas, el miércoles 27 de mayo de 2009)
Cuando Mateo Manaure nos tomó por
mercaderes de cuadros
Don Quijote, Cristo, Bolívar y Hugo Chávez, cuatro
personajes a quienes Mateo Manaure rinde culto
La diáfana
mirada del guerrillero le hizo enmudecer. Parecía conducirle por viejos
caminos. Le instaba a algo apremiante. El artista prefirió tornar sus ojos
hacia un lugar difuso y continuó su monólogo:
“Desde
el Cuartel San Carlos me llamaron. Estaban allí los máximos dirigentes. Acudí
el día de visita. Gustavo (Machado) quería encomendarme la ilustración de su
libro aún inconcluso. Asumí el compromiso sin vacilaciones y puse a disposición
una pequeña imprenta que había fundado. Desde entonces la mensajera se
encaminaba directamente del Cuartel a mi apartamento con entregas periódicas.
Fácil la huella para la policía que no tardó en allanarme, pero el material
recibido permanecía oculto en insospechables materos…”
El brazo
sostenía el fusil erguido. Lo demás era un manchón oscuro, enigmático. El
artista apenas lo había observado cuando quisimos mostrárselo y evocar aquellos
años, pero el torrente de sus palabras cortó toda aclaratoria:
“Voy a decir algo. Yo trabajo desde los doce años y
todavía, en estos momentos, a mis ochenta y dos años, estoy abrumado de
trabajo. En los últimos meses he preparado dos exposiciones y debo hacer frente
a innumerables compromisos. Yo obtuve el premio nacional de pintura a los
veintiún años de edad y recibí la noticia sin sobresaltarme, con toda
naturalidad. Cuando me informaron que me esperaba un viaje a París, con gastos
cubiertos durante un año, sólo pensé en mi madre, mujer de recia estirpe, a
quien debo mi formación y educación. Pero debo decir que rindo culto a cuatro
personajes: Don Quijote, Cristo, Bolívar y Hugo Chávez. Porque nadie puede
negar que hasta la llegada de Chávez este país era una mierda…”
De la magra
figura del artista emergió una voz potente para recalcar los logros del último
de los personajes mencionados, voz que continuó in crescendo y se sintió en
paralelo cuando quisimos agregar que la corrupción, la burocracia y otros
desafueros eclipsaban cualquier logro. Ajeno a toda observación, el artista
ahogó con sus palabras nuestra acotación y se refirió a los traidores de ayer y
de hoy; a aquéllos que desde la prisión del San Carlos acordaron con los
esbirros hacer bajar las guerrillas a cambio de su libertad, mediante la
llamada paz democrática, y a los más recientes: un anciano tránsfuga de la
política que fungió como ductor del actual Presidente, valiéndose de
estratagemas para llenar sus arcas, y un ex vicepresidente de similares
condiciones. Su voz se hizo dura, negándose a reconocer cualquier error actual,
y sin dejar intersticio posible al diálogo, habló de su incorporación a la
resistencia, como artista, en la época represiva; de su labor creadora en la
Universidad Central al lado de Carlos Raúl Villanueva y de Alexander Calder; de
sus murales tanto en el Alma Mater como en la Escuela Técnica Industrial, luego
clausurada por el Presidente Caldera.
Ninguna atención
le merecía la transparente mirada del guerrillero casi adolescente; el boceto
con el fusil erguido hacia el cielo, ni el motivo de aquel encuentro.
Concentrado en describir sus glorias, su batallar artístico, sus viajes, los
reconocimientos recibidos, parecía ignorar la presencia de quienes le
escuchábamos.
Mientras
esperábamos una pequeña pausa del artista, decidimos viajar en el tiempo. Ya no
veíamos el rostro de aquel enjuto anciano gesticulando, hablando de sus proezas
y sus méritos, sino a un hombre joven, de negro bigote y de andar sereno, quien
una mañana del año sesenta y dos, poco tiempo después de la caída de los
primeros guerrilleros, entró a la oficina de secretaría de una de las
facultades de la Universidad Central –donde trabajábamos- y, luego de saludar,
nos entregó con la mayor discreción un pequeño sobre amarillo, diciendo:
“Aquí
está tu encargo”
Una sonrisa de
entendimiento y un apretón de manos sellaron aquel brevísimo encuentro.
Guardamos el sobre sin abrir en la gaveta del escritorio, pasándole llave
sigilosamente. La acechante observaba desde el escritorio de enfrente. Sin
hacer el menor comentario, continuamos nuestro trabajo mientras bullía en
nuestro interior el deseo de acelerar el reloj para observar el contenido del
sobre. Aquel viaje retrospectivo fue cortado por su torrente de palabras:
“Mi
casa ha sido siempre de apoyo y generosidad. Pero no faltan impostores que
pretenden obtener beneficios sin escrúpulos”.
Narró entonces
el artista cómo un visitante se había presentado con su mujer enferma,
llevándole un supuesto cuadro suyo, obtenido de una entidad bancaria, donde
faltaba su firma. Se trataba de una serigrafía que el impostor pretendía
hacerle firmar.
Recordamos que
esa mañana, al confirmar telefónicamente la cita con el artista, la empleada
nos preguntó si se trataba de la señora que deseaba hacer firmar unos cuadros.
El artista prosiguió su letanía:
“Le di
una lección haciendo pedazos la serigrafía. Pero conmovido por la enfermedad de
la mujer, busqué otra serigrafía similar y la entregué a la dama con mi firma…”
En este punto le
interrumpimos con firmeza. Tomamos el diseño ya amarillento por los años, en el
cual con letras precisas dentro de un rectángulo se leía: El Charal, y en uno
de cuyos extremos un brazo sostenía el fusil.
Lo colocamos sin
rodeos frente a los ojos del artista, quien tomándolo en sus manos se vio
obligado a escuchar:
-Es este esbozo
de logotipo lo que me ha traído aquí, sólo para que aclares un enigma. Quizás
podríamos asignarle ahora otra misión ya que entonces los allanamientos y
prisiones impidieron la publicación del periódico clandestino sobre las
guerrillas que llevaría como título El Charal, sitio donde en una infame
emboscada de la policía betancourista fue truncada la vida de Iván Barreto, mi
hermano, uno de los primeros guerrilleros, estudiante de la Escuela Técnica
Industrial.
El artista
contuvo sus palabras. El viejo diseño parecía temblar en sus manos. Un silencio
momentáneo reinó en el ambiente. Luego musitó:
“¡Ah,
sí! ¡El Charal!” Y ensimismado pareció evocar viejos tiempos. Tornó
luego su mirada hacia el diáfano rostro del guerrillero cuya fotografía le
habíamos llevado, la cual en un costado de la mesa de recibo, cubierta de
adornos y de recuerdos de viajes, le instaba a una respuesta.
“¡Es un
rostro adolescente! –prosiguió-. Tenían razón aquellos jóvenes de querer
cambiar aquel estado de cosas. Ellos, los estudiantes de la Escuela Técnica,
participaron conmigo en la elaboración de los murales… Yo fui quien inicié ese
trabajo…”
-Lo que me ha
traído aquí –dijimos, cortando su discurso- es aclarar el enigma de ese manchón
oscuro que a espaldas del fusil se prolonga como otro brazo hacia el fondo…
En silencio el
artista se alejó, dejando el diseño sobre la mesa. Retornó con una lupa y luego
de observar cuidadosamente, dijo:
“Esa
mancha es la montaña y su prolongación es un Cristo invertido”.
Al despedirnos
dejamos al artista la fotografía del guerrillero y una copia del viejo boceto,
con un encargo que él jamás cumpliría:
-Ahora el
emblema no sería El Charal. Sólo el autor puede hacer modificaciones.
Quisiéramos ese fusil erguido, no como la cruz del Gólgota, sino como arma de
crítica, reivindicando el ideal de tantos combatientes.
Jamás hubo
respuesta del artista.
Caracas,
mayo de 2017