Caracas, enero, a
136 años de mi expulsión de Venezuela
Muy respetado Señor
Presidente:
A usted, fiel seguidor de la teoría de la reencarnación,
preconizada por su difunto maestro Sai Baba, no habrá de resultarle extraño que
por un fenómeno entrópico –científicamente explicable- mis átomos dispersos en
el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago, se hayan reagrupado en la
superficie por obra de ventiscas y huracanes que removieron la tierra, cobrando
nueva vida. Enemigo de la pasividad, no podía mi espíritu permanecer en aquel
claustro mortal, y heme aquí, de nuevo en las tierras de donde hube de salir
precipitadamente en julio de 1881 por orden de su homólogo Guzmán Blanco.
Las remembranzas de este lugar, donde tan gratamente se
deslizaron seis meses de mi activa juventud, me han traído de nuevo aquí. Esta
vez decidí no entrar por La Guaira, sino por Puerto Cabello. Quería presenciar
el movimiento portuario de productos que –sin duda- estarían exportando los
venezolanos 136 años después de mi partida. En efecto, varios barcos de alto
tonelaje estaban en el puerto, pero en los muelles de llegada. Al requerir
información de uno de los operadores portuarios,
éste me dijo con satisfacción:
-Son 30 mil toneladas de azúcar que están llegando del Brasil
para hacer frente a la guerra desatada. Hace poco anclaron barcos procedentes
de Canadá con igual número de toneladas de trigo y de maíz amarillo, y otro de
Nicaragua con mil cabezas de ganado.
-¿Pero está en guerra Venezuela?, pregunté sorprendido.
Por toda respuesta, mientras continuaba sus faenas, el
operador me extendió un periódico que extrajo de su bolso, fechado cuatro meses
atrás, en el cual pude leer:
”Dada la ofensiva del imperialismo y del sistema corporativo capitalista
a través de un esquema de guerra de 4ta generación, cuyo objetivo es distorsionar la economía con la
aplicación de un plan de desabastecimiento y escasez, se plantea, como arma
revolucionaria emancipadora: La conformación de una “Sala de Guerra” desde cada
región bajo el control del movimiento campesino; la creación del Estado Mayor Campesino para
la defensa de la Patria (…)”
Quise retomar aliento entrando al primer
cafetín que encontré al salir de los muelles, pensando si debería alistarme
como soldado latinoamericano en esa extraña guerra de 4ta. generación.
Al
ordenar el café, el muchacho del bar me miró con tal asombro que imaginé haber
recobrado mi rostro de cadáver.
-¿Café?
Se ve que usted no es de Venezuela. Se necesita oro para tomarse un negrito. Y
no lo conseguirá en cualquier parte.
Evoqué
mis apuntes de aquella Caracas que había dejado en 1881: “cuando
uno se pasea por los alrededores de Caracas, poblados de cafetales, sembrados
bajo la sombra de los rojos y altos bucares (…)”
Si así crecían los cafetales en las
cercanías de la capital, ¿cómo se extenderían en las zonas rurales, siendo
Venezuela uno de los mayores exportadores de café? ¿Qué habría ocurrido en
estos 136 años?
Horas anduve
antes de entrar a un restaurante. Cuando pedí un arroz a la cubana, sentí sobre
mi atómica estructura la vista de los pocos comensales de las mesas cercanas.
El mesonero, entre compasivo y sorprendido, aclaró:
-El
arroz no se cultiva desde hace tiempo en Venezuela. El importado no ha llegado
y, de tenerlo, sería imposible servírselo “a la cubana”, pues se prepara con
huevos y éstos han desaparecido desde que al entonces vicepresidente Arreaza se
le ocurrió fijar precios sin consultar a los productores.
No me
atreví a solicitar otro plato y abandoné, hambriento, el restaurante, pensando
cuán superfluas y extemporáneas habrían resultado mis preguntas en el trayecto
en autobús desde el puerto hacia Caracas. En el transporte público los
comentarios de los pasajeros dejaban al desnudo la situación imperante. Pude
así enterarme, señor Presidente, de que Venezuela, declarada “socialista” desde
la llegada al poder de su difunto antecesor, vive en permanente estado de
guerra; de que un enemigo invisible impide desarrollar la producción y la
industria, y paraliza la acción de los dirigentes, haciéndoles alejar de todo
trabajo productivo. Y lo que es más grave –comentaban-, en los sectores
expropiados a nombre de un “socialismo” que no se ve por ninguna parte, una
mano negra frena totalmente la producción, llevándoles a importar hasta el café
que antes salía a borbotones desde los puertos venezolanos.
Mi
prisa en embarcarme hacia Venezuela antes de que me enterrasen de nuevo en
Cuba, creyéndome cadáver, me impidió informarme allí de que Usted, respetado
Presidente Maduro, ha solicitado a mi país orientación para desarrollar en
Venezuela la agricultura urbana!
Señor Presidente, ¿no tiene Usted asesores? ¿Cómo un país tan pródigo como el suyo, con
33 millones de hectáreas cultivables, de las cuales Usted mismo reconoce que
sólo se aprovecha el 3%, asume la sanchopancesca decisión de pedir auxilio a
una minúscula isla, obligada a sembrar en las ciudades ante el azote de
ventiscas y huracanes? ¡Y más sorprendente aún es que los camaradas Fidel y
Raúl hayan tomado en serio el planteamiento suyo de que “el motor de la
agricultura urbana será reforzado con expertos cubanos”! ¿No le ayudó Fidel –ya
a un paso de ser atrapado por la Moira Átropos- a poner pie en tierra -o mejor,
seso en cabeza-, aclarándole que no es Cuba la ínsula Barataria, ni Venezuela
una franja del Sahara?
De nuevo recurro a mi libreta de apuntes de 1881: “Vzla.
es un país rico más allá de los límites naturales. Las montañas tienen vetas de
oro, y de plata, y de hierro (…) no hay en la tierra un país tan bien dotado
para establecer en él toda clase de cultivos. Hay todos los climas, todas las
alturas, todas las especies de agua; orillas de mar, orillas de río, llanuras,
montañas; la zona fría, la zona templada, la zona tórrida”
¿Cómo, entonces, se han
desaprovechado tan extraordinarios dones?
A propósito de vetas de oro, ese
corto trayecto en autobús me proporcionó valiosísima información del acontecer
actual de Venezuela, sobre todo de asuntos que –después de 122 años de haber
sido sepultado en Santiago- jamás se me habría ocurrido preguntar. Me refiero,
señor Presidente, a su decreto sobre el Arco Minero del Orinoco, lo que
permitirá a empresas transnacionales extraer del subsuelo venezolano, con
grandes beneficios, oro, diamantes y otros preciosos minerales.
Y llegó también a mis oídos lo de la
creación de comunas a lo largo y ancho del territorio nacional, las cuales
–según comentaban los pasajeros- constituirían la base del presunto socialismo
anunciado en Venezuela. Debo reconocer que, mientras permanecía arrinconado en
uno de los asientos traseros del vehículo –con la aprensión de readquirir
aspecto de cadáver-, me maravilló la soltura, la facilidad de discurso y los
acertados análisis de muchos de los pasajeros que intervenían para protestar la
situación de escasez, carestía e inseguridad que, afirmaban, se vive en
Venezuela. Fue esto como un Informe abierto, emanado del pueblo mismo, el cual
me dio luces para entender el cambio operado entre la Venezuela actual y
aquella de finales de 1800, apacible y pródiga, con una élite capitalina
semiparisiense, dueña de grandes mansiones con puertas siempre abiertas,
mientras las clases laboriosas se proporcionaban sus alimentos mediante el
trabajo Quienes debatían en el autobús no eran otros que trabajadores urbanos,
algunos obreros, otros vendedores o vendedoras, artesanos, empleadas domésticas
–tan altivas en su discurso que demostraban estar a siglos de distancia de
aquellas semiesclavas que seguían cabizbajas a sus amas, portando los cojines
de éstas para los reclinatorios de la iglesia-; en fin, gente de modestos
recursos, entre ellos algunos dirigentes comunales, por lo que tuve la ocasión
de enterarme del funcionamiento de tales organismos. Nadie hacía preguntas.
Exponían sus quejas, que eran las quejas de todos. Los comuneros expresaban su
descontento porque –según decían- si bien ahora tienen participación directa en
los asuntos de la comunidad, las decisiones esenciales vienen de arriba o son
frenadas cuando no se ajustan a las políticas gubernamentales. Se escuchaba
entonces un coro entre los pasajeros: “¿Y a esto llaman “socialismo?”
Le transmito esto, señor Presidente,
para que conozca Usted de primera mano el sentir de su pueblo. Hay descontento.
Es sobre el denominado Arco Minero que
quisiera comunicarle mis últimas observaciones recogidas en tan corto trayecto,
dejando para futura ocasión –si antes mis átomos no se disgregan- otro de los
temas escuchados sin proponérmelo: el de los “bachaqueros”, término para mí
desconocido con la acepción que hoy le dan en Venezuela y del cual todos
hablaban con la mayor repulsión.
¿Pero
cómo pasar por alto un hecho insólito, es decir, inimaginable por mí en esta
querida Venezuela? Me refiero, señor Presidente, a la criminal astucia
desplegada por malhechores profesionales, quienes –a mi salida del restaurante,
mientras caminaba absorto en mis reflexiones- descendieron de una moto y me
empujaron con fuerza tal que mi atómica estructura fue a estrellarse contra el
pavimento, no sin antes arrebatarme el viejo bolso del que había logrado
proveerme antes de salir de Cuba, con escasas pertenencias.
Por fortuna, mi estructura no se
desintegró, librándome de ser sepultado por segunda vez, ahora en lejanas
tierras. Ello gracias al auxilio de un automovilista que observó lo ocurrido,
manteniéndose sin ser visto por los maleantes. Al ayudarme a levantar me
informó que es éste el modus operandi de la delincuencia organizada en la
Venezuela de hoy. Muy gentilmente, mi protector accedió a mi ruego de
trasladarme a la embajada de mi país, donde me brindaron apoyo y desde donde le
estoy escribiendo.
No podía partir –ignoro si para ser de
nuevo sepultado- sin antes agradecer a Usted, señor Presidente Maduro, la
conmemoración de los 164 años de mi natalicio, y por considerar que mi modesta
humanidad “es hoy uno de los faros fundamentales para la creación de la
conciencia colectiva desde nuestra realidad Latinoamericana y Caribeña”. Mi
deber como combatiente latinoamericano es expresar a Usted que, sin pretenderme
faro para iluminar caminos, puedo transmitirle una sencilla luz, proveniente de
experiencias vitales, no individuales sino de tantos que nos enfrentamos al
dominio español: dirija sus ojos a la
realidad de su tierra y a la inmensa
potencialidad que ella encierra, sin apoyarse en muletas foráneas, ni atribuir
los errores y carencias a la presencia de un eterno enemigo. Conviértanse,
tanto Usted como el numerosísimo grupo de ministros y ministras, viceministros,
asesores, vicepresidente e interminable cohorte integrante del gobierno que
desde hace casi cuatro años Usted preside, en labradores capaces de despertar
las prodigalidades de su tierra dormida y de poner en marcha gigantescas
industrias nutridas con tales potencialidades.
Si hojea Usted mi cuaderno de apuntes
sobre aquella Venezuela de 1881, se asombrará de encontrar allí anotaciones
válidas en 2017, en un país extrañamente autoproclamado “socialista”:
“Esa tierra es como una
madre adormecida (…) Cuando el labrador la despierte los hijos saldrán del seno
materno robustos y crecidos, y el mundo se asombrará de la abundancia de los
frutos. ¡Pero la madre duerme aún, con el seno inútilmente lleno! El labrador
del país (…) no aspira a nada, y no hace nada (…)”
¡Acción,
Presidente Maduro! ¡Más Acción volcada hacia la realidad y menos discursos
sobre molinos de viento!
Con esta sencilla luz le saluda
José Martí
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