Su fibra de narrador, unida a la calidad intrínseca de escritor de una sola
pieza y a su claridad para analizar la complejidad social situándose desde el
ángulo de los oprimidos, de los segregados y silenciados, confieren al Premio
Nobel Gabriel García Márquez, fallecido en México el 17 de este mes de abril,
la confiabilidad de sus crónicas donde une la agilidad periodística a esa
intrínseca visión de hombre no bifurcado. En su homenaje transcribimos
extractos de su escrito Chile, el golpe y los gringos (Crónica de una tragedia
organizada) (htttp://ebooksgratis.co/ebook-chile-el-golpe-y-los-gringos-gabriel-garcia-marquez),
publicado en 1974.
Chile, el golpe y los
gringos (Crónica de una tragedia organizada)
Por Gabriel García Márquez
La contradicción más dramática de
Allende fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y
revolucionario apasionado y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que
las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo
dentro de la legalidad burguesa.
A fines de 1969, tres generales del Pentágono
cenaron con cuatro militares chilenos en una casa de los suburbios de
Washington. El anfitrión era el entonces coronel Gerardo López Angulo, agregado
aéreo de la misión militar de Chile en los Estados Unidos, y los invitados
chilenos eran sus colegas de las otras armas. La cena era en honor del Director
de la escuela de Aviación de Chile, general Toro Mazote, quien había llegado el
día anterior para una visita de estudio. Los siete militares comieron ensalada
de frutas y asado de ternera con guisantes, bebieron los vinos de corazón tibio
de la remota patria del sur donde había pájaros luminosos en las playas
mientras Washington naufragaba en la nieve, y hablaron en inglés de lo único
que parecía interesar a los chilenos en aquellos tiempo: las elecciones
presidenciales del próximo septiembre. A los postres, uno de los generales del
Pentágono preguntó qué haría el ejército de Chile si el candidato de la
izquierda Salvador Allende ganaba las elecciones. El general Toro Mazote
contestó: “Nos tomaremos el palacio de la Moneda en media hora, aunque tengamos
que incendiarlo”
(…)
El plan estaba elaborado desde antes, y no sólo
como consecuencia de las presiones de la International Telegraph &
Telephone (I.T.T), sino por razones mucho más profundas de política mundial. Su
nombre era “Contingency Plan”. El organismo que la puso en marcha fue la
Defense Intelligence Agency del Pentágono, pero la encargada de su ejecución
fue la Naval Intelligency Agency, que centralizó y procesó los datos de las
otras agencias, inclusive la CIA, bajo la dirección política superior del
Consejo Nacional de Seguridad. Era normal que el proyecto se encomendara a la
marina, y no al ejército, porque el golpe de Chile debía coincidir con la
Operación Unitas, que son las maniobras conjuntas de unidades norteamericanas y
chilenas en el Pacífico. Estas maniobras se llevaban a cabo en septiembre, el
mismo mes de las elecciones y resultaba natural que hubiera en la tierra y en
el cielo chilenos toda clase de aparatos de guerra y de hombres adiestrados en
las artes y las ciencias de la muerte.
(…)
Por fin, el 11 de septiembre, mientras se
adelantaba la operación Unitas, se llevó a cabo el plan original de la cena de
Washington, con tres años de retraso, pero tal como se había concebido: no como
un golpe de cuartel convencional, sino como una devastadora operación de
guerra.
(…)
La verdadera muerte de un presidente. A la
hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de
la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad. La
contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo
congénito de la violencia y revolucionario apasionado y él creía haberla
resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una
evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa. La
experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde
el gobierno sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que
lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa
que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano
construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en le refugio de un
presidente sin poder. Resistió durante seis horas, con una metralleta que le
había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador
Allende disparó jamás. El periodista Augusto Olivares, que resistió a su lado
hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en la Asistencia
Pública.
Hacia las cuatro de la tarde, el general de
división Javier Palacios logró llegar al segundo piso, con su ayudante, el
capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis
XV y los floreros de dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo,
Salvador Allende los estaba esperando, estaba en mangas de camisa, sin corbata,
y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía bien al general Palacios. Pocos
días antes, le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso
que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los Estados Unidos. Tan
pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: “Traidor” y lo
hirió en una mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con
esta patrulla. Luego, todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon
sobre el cuerpo. Por último, un suboficial le destrozó la cara con la culata
del fusil. La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico
El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan
desfigurado, que a la señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el
cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 años en el julio anterior y era
un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo
sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las
flores y los perros y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas
perfumadas y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el
destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el
mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de
Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos,
defendiendo un Congreso miserable que los había declarado ilegítimo pero que
había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo
la libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al
fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda
que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en
Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que
nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedó en
nuestras vidas para siempre.
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