en un gra humo triste sus trémulas columnas
(...)
Siguiéndolo en la tarde, el enemigo
lo capturó con lanzas y arcabuses... Entonces,
desnuco en una jaula llevaron al fragante
arquero de coral y cobre (...)"
Y de su garganta desgarrada no brotaron
lamentos. Ni un quejido, ni un grito se escapó del valiente.
El río,
las quebradas, el follaje doliente, esparcieron
muy lejos, más
allá de las rutas de Cronos, más allá de
los mares, un rumor de implacable combate, vivo aún en el tiempo.
Capitanes y frailes erigieron los muros de
templos y ciudades sobre la fértil
sangre de Moriches y Teques, de Caribes y Toromaimas, de caciques indómitos y mujeres bravías. Quisieron aplacar la amargura de su infamia bautizando con
dulces nombres los recintos donde oprimirían a los vencidos: “Dulce nombre de Jesús de Petare”. ¡Cuánta
ironía!
De aquellos surcos emergen hoy semillas
ardientes, voces enardecidas, brazos fogosos, dispuestos a convertir en
plenitud la sangre derramada.
Río Guaire – Óleo de Manuel Cabré (1915) - Perteneciente a la Suc. Cristóbal L.Mendoza. Tomado de "VIEJAS FOTOS ACTUALES"
T
A M A N A C O
Alí
Lameda
El Guaire corre sollozando bajo
un cielo de expirantes
diademas de heliotropo. Llora el río.
Están en su ribera de jaspe azul los recios
padres de la aborigen
flechería. Rodean
a Tamanaco. Brillan de pronto los plumajes.
Suenan a veces recios tambores y guaruras
de diáfana quejumbre. Tamanaco
los lleva aquí al combate por su ribera. El
indio
fue la hechizante lengua del bosque, su
vibrátil
encarnación, su torso de luna y de madera,
la yesca de asperones dentellados.
Lo supo el español cuando una noche
tocó los penumbrosos
dominios del Cacique.
Un escuadrón quedó roto en la punta
de sus flechas
de brasa y de ponzoña,
y por las cumbres y por los ribazos
antiguos, por la arena
cobriza su macana de pórfido cien veces
aplastó las odiadas cabelleras.
De diez cercos feroces con que a su luz cercara
el invasor, sutil como una sierpe
escapó el acosado de la muerte.
Cayeron las barreras floreales, cayó el río;
cayó la noche, el muro de antracita; los recios
perfiles del peñasco cayeron, y el rabioso
conquistador impuso, para siempre,
a los pálidos hijos
del huracán su hoguera, sus crueles herraduras.
Escuchad esta historia
que guarda escrita el aire, que guarda todavía
el agua en sus espejos sepultados:
Tamanaco, impasible, vio perderse
en un gran humo triste sus trémulas columnas,
y las vio devoradas, un a una, en el tiempo.
Siguiéndolo en la tarde, el enemigo
Lo capturó con lanzas y arcabuces… Entonces,
desnudo en una jaula llevaron al fragante
arquero de coral y cobre. Un perro
devoró su garganta iluminada,
y así terminó todo… Pero la roca de anchos
destellos, el geranio, la penca, el tronco, el
iris,
erizados en medio de la neblina, claman
aún por esa fresca ternura mutilada.
Escuchadlos, oíd su interminable
gemido que desflora sin sosiego
las frondas y los cielos del ámbito arenoso!